No está escrito en ningún sitio que nuestras vidas tuvieran que ser absorbidas por un símbolo. Ni siquiera se concibe que éste tenga que habitar ahí, en nuestras cabezas, que tal vez no lo merezcan.
Nadie sabe hasta que punto está bien el imponerse una marca, un logo, un sentimiento, un estigma.
No está escrito que tanto nerviosismo, desvelos y cáscaras de pipas tengan siempre su recompensa. Tampoco que las tardes de domingo, las quinielas y los sms tengan puntos de unión en algún lugar interior, ahí donde la fibra vibra. Nadie nos obliga, ni pueden hacerlo, a sentir siempre.
Sin embargo así lo hacemos a menudo. Llevamos en la cabeza y en el alma un escudo, el escudo de un amor que luego quizá se olvide, se pierda, o se arruine. Una emoción que creíamos duradera, pero al final, por más que nos neguemos a verlo, estaba de paso. Quizás.
Se van quedando las imágenes de los días, de los estadios, pero si miramos ahora, en el presente, sólo quedan uñas de menos y disgustos de más.
Tal vez en estos momentos soñemos con escapar de este mal sueño y unirse al bando de los de Pep. Pero ya somos mayorcitos y las ideas deberían estar asentadas. Además en esta vida se puede cambiar de casa, de trabajo, de mujer, de partido político e incluso de sexo, pero nunca de equipo. Nunca cambian esos lazos afectivos que se unen a las seis puntas. Al intentar cambiar incluso nos condenamos irremediablemente a ser lo que somos. Y eso pesa. Pesa por todo lo que vimos, vivimos, fumamos y rezamos. La historia la llevamos cómo si fuera una mochila con cientos de piedras que pesan. Y mucho.
Hoy parece que ya no existe, creemos que sólo existe lo que puede verse y eso no es así. Existe también lo que percibimos, y también por qué no, todo aquello que nos robaron y todo aquello que no lograron sustraernos del todo. ¿Qué dice el himno cuando el equipo no está en campo, a quién le canta? ¿De quién habla las crónicas? ¿Qué fue de los tacos, del entusiasmo, del pacharán y del árbitro? ¿En qué momento nos dimos cuento de que todo lo nuestro no era nuestro para siempre?
La memoria recuerda. Y ahora en temporada de lluvías no se borran nunca todas las huellas. La memoria nos permite reconstruir todo lo que se ha roto. Se avanza por el pasado y aunque no todo encaja, a veces se reconoce algo parecido al olor a puro, o al de la hierba. Vuelves a ver una jugada, una o/y mil veces. O aún notas que hay polvo en tu trasero desde la última vez que te sentáste en aquella butaca roja del Municipal.
Todos esos recuerdos nos traen todo aquello que tuvimos. Y que fue nuestro. Cuando el tiempo sólo se media en jornadas y la memoria no era necesaría más que para cualcular el golaverage.
También puede ocurrir que poco o nada se recuerde, pero lo más seguro es que el amor se empeñe en pelear contra el olvido, como uno de esos boxeadores fuertes y feos. Puede ser que ahora nuestros días se sobrepongan al rigor de los días, que todo reste, y encime se acumule. Puede ser que la cabeza quiera recordar después de todo los nombres de todos nuestros jugadores, entrenadores, incluso presidentes; y las anécdotas de todas nuestras batallas, ganadas o perdidas. No es imposible que lo que empezó siendo una distracción o pura rutina dominical, termine por dar fé de lo que fuimos. Y que nos llenemos cuando ya no esperemos nada, de nuestro pasado y, tal vez, de un nuevo futuro.
No puede descartarse que en algún momento recuperemos el orgullo y el sabor de lo vivido. No puede descartarse por tanto, que volvamos sobre nuestros pasos, que revivamos el sentido a lo perdido. No debería ser imposible, y seguramente lo sea, que llegado el día volvamos a enterderlo todo, y las franjas verticales vuelvan a nuestra camisa.
Puede ser, incluso, que al final del cambio, volvamos a hacer las paces con el tiempo y empecemos a entender de nuevo, como niños que recuerdar donde escondían el tesoro, todo lo que significan esas seis puntas, las generaciones que lleva detrás y todo lo que consigo lleva implícito. Por eso. Y por un pasado, un presente y un futuro blanquirrojo.